José María Llanos. Pdte VOX Valencia. |
Cuando se habla de “cultura política” se está haciendo referencia a cuánto de participación ciudadana, cuánto de influencia ciudadana, y cuánto de conocimiento ciudadano, se da en una sociedad concreta, en un país, respecto de la política. La intervención del ciudadano en la política se ha producido de forma diametralmente opuesta según el sistema político vigente (dictadura, democracia, monarquía, república), y según el contexto histórico en el que nos encontremos. A la vista del tipo de organización política, se puede hablar de un ciudadano que, o no tiene ninguna cultura política (parroquial), o bien es un hombre en desarrollo de su cultura cívica (súbdito), o ya tiene una participación directa en las decisiones políticas (participativo); en el primer caso, en el parroquialismo, la participación política de los habitantes de una ciudad o estado, es mínima, y su cultura política también es casi inexistente; en el segundo, el ciudadano tiene conciencia de la existencia de una autoridad gubernativa, que comprende, que acepta conscientemente, y que considera legítima unas veces, y otras no.
Pero su actitud sigue siendo pasiva, muy poco participativa; y en un sistema político con una cultura de participación, los miembros de una sociedad tienden a la intervención política directa, asumiendo un rol notablemente activo. Pero este último caso tampoco es homogéneo, puesto que nos encontramos con una cultura política sistemáticamente mixta: partiendo del individuo parroquial, súbdito y participativo, aparece una realidad que se estructura en el parroquial-súbito, el súbdito-participativo, y el parroquial-participativo. Sin embargo, a pesar de la cultura de participación, mediante cartas a los políticos, manifestaciones, movimientos cívicos, afiliación política, actividades de protesta, el boicot o consumo político, etc.; podemos encontrarnos con momentos históricos en los que se produce un enorme desencanto y un rechazo a la propia actividad política, por el sentimiento real de abandono que provocan los llamados a ejercer directamente un servicio público: la política con mayúsculas.
Y en este jardín de grises y negros, en estos momentos de crisis social y económica, el ciudadano, la persona, se siente completamente desamparada, y corre el riesgo de caer en discursos mesiánicos, alocados, impracticables, falsos, que únicamente pretenden pescar en río revuelto. No todo vale en el servicio público. No sirve de nada sustituir la casta por la nomenclatura, como señala el historiador Fernando Paz. Por el contrario, frente al fatalismo, y frente a los oportunistas políticos, lo que hace falta en estos momentos de crisis sistémica es una voz clara que luche por abrirse paso, que sea la voz de los desheredados, de los olvidados, de los manipulados, de esos hombres y mujeres corrientes, que cada día, con su esfuerzo, han salido adelante, y han sabido sacar adelante a sus familias, a sus negocios, a sus trabajos, en mitad de una crisis.
Hace falta una voz que grite por ese autónomo que lucha por desarrollar una idea, un proyecto, y que ve cómo le están enterrando bajo trabas administrativas e impuestos usurarios; por ese trabajador que no tiene trabajo, porque primero hay que “recuperar” y “rescatar” a las grandes corporaciones bancarias que fueron en gran medida culpables de la crisis; por esa mujer que teme dar a luz a su hijo, porque no tiene con qué alimentarle; por esos padres que no pueden ejercer la autoridad moral sobre sus hijos; por ese maestro que es perseguido cuando quiere transmitir el espíritu de sacrificio y superación a sus alumnos. Y hace falta esa voz, porque quien sostiene nuestra Nación son esas personas, esas familias que, con su esfuerzo, con su compromiso, con su dedicación y con su amor, mantienen encendida la llama de la esperanza en nuestro futuro.
Decía G.K. Chesterton que “El lugar donde nacen los niños y mueren los hombres, donde la libertad y el amor florecen, no es una oficina ni un comercio ni una fábrica. Ahí veo yo la importancia de la familia”. Sin embargo, la familia, las personas, en su entrega y en su empeño diario por sobrevivir, no son nunca noticia en los periódicos.
A pesar de todo, la dignidad del hombre está por encima de noticias y focos; la dignidad de un hombre no la puede defender un Estado, un gobierno, un poder político; pero ni mucho menos puede atacarla. Le pertenece al hombre en cuanto tal, es intrínseca a él. El poder no tiene conciencia, no tiene sentimientos, no tiene alma. Las personas sí. Como decía Sir Thomas Browne: “El Alma es lo único que hay en el hombre, que no debe rendir homenaje al sol”.